O sea, se podría alcanzar la igualdad material y no esa otra de trampantojo que recogían las declaraciones ilustradas. El éxito de la fórmula marxiana radicaría, durante muchas décadas y en escenarios de batalla muy diversos, en que las clases sociales estaban señalizadas por las formas jurídicas, como balizas en clave binaria: individuos asalariados contra empresarios.
Pero aquellas balizas jurídicas fueron desgastándose y la complejidad relacional del capitalismo tardío no nos permite ya colocar en el mapa social a los individuos según su relación jurídica con los demás.
Variedad de clases
La sociología liberal (con Weber como figura icónica) lo pensaba desde principios del siglo XX: hay individuos empresarios en posiciones sociales humildes (tantos autónomos…) y hay individuos asalariados en posiciones sociales muy ventajosas (tantos ejecutivos como alto funcionariado…).
La heterogeneidad de salarios, beneficios y rentas desactivaría la concepción binaria decimonónica de las clases sociales. Desde entonces, la filosofía política hegemónica piensa la sociedad en una lógica de consenso: si acaso, hay una gran clase que abarca el centro social, la clase media.
Los procedimientos democráticos, la comunicación política, los acuerdos entre grupos de interés sirven para estabilizar esa clase media, dotándola de los resortes suficientes para sobrevivir: calentar el hogar, llenar el carro de la compra o acceder al sistema de salud.
Lo que hay en los extremos (exclusión social y éxito) pasa a caracterizarse por referencia a esa plataforma común que sostiene a la mayoría de la población: dejarse caer, la exclusión; resultado del esfuerzo y el acierto, el éxito.
Igualdad para la subsistencia
Entonces, ¿para qué sirve observar la sociedad como una mayoritaria clase media? Para dar por consumado el sueño marxiano: ya se habría logrado la igualdad, porque el poder político garantiza que los cuerpos sigan vivos, todos igualmente vivos.
Una igualdad material de subsistencia sobre la que se ensambla, y aquí es donde más rezuma el espíritu liberal, la igualdad de oportunidades. El gran sueño liberal no es la igualdad a secas, sino la igualdad para empezar a prosperar cada uno por su cuenta. La clase media sería, así, una gran explanada sin barreras donde se garantiza, solo, la supervivencia. El resto de logros es cosa individual.
Hay aquí una construcción ideal del individuo tan ilusa como aviesa: ¿se alcanzaría la igualdad de oportunidades garantizando, básicamente, la subsistencia? Quizá con un telón de ignorancia que mantenga al individuo concreto oculto, sí, pero si tenemos en cuenta lo que determina al individuo, no.
Desigualdad: un obstáculo insalvable
Por tanto, ¿hasta qué grado de condicionamiento de los individuos debe atenderse para garantizar las mismas oportunidades? ¿Debe atenderse el acceso al sistema educativo?, ¿deben atenderse todos los grados de diversidad funcional?, ¿también las distintas capacidades físicas y mentales?, ¿debe atenderse la extracción social?, ¿el contexto geográfico?
Si fuera así, estaríamos recomponiendo, aun sin quererlo, las clases sociales. Porque iríamos reconociendo los contornos de estamentos conforme a sus carencias relativas en una sociedad.
Sin embargo, tamizar esa heterogeneidad por el modelo de la clase media no garantiza la igualdad. Persigue, si acaso, un reparto distinto de la desigualdad a partir de un ideal de justicia poco probable. Una desigualdad más justa, si vale el oxímoron.
Sin duda, esta desigualdad más justa está muy lejos de lograrse. La extracción social condiciona notablemente la posición social futura (la sociología de las profesiones lo revela nítidamente). Pero, aun lográndose, los indicadores de desigualdad (INE, 2022; Intermon Oxfam, 2022; World Inequality Lab, 2022; ONU, 2020) seguirían tensionando el relato liberal.
¿De qué clase somos?
Que las clases sociales ya no puedan determinarse jurídicamente y en clave binaria no significa que la desigualdad haya sido absorbida por una sola clase media; significa, solo, que la política no encuentra las balizas adecuadas para señalizar las fallas de la desigualdad. Significa que la política no sabe recoger las mediciones de la desigualdad material y, por tanto, no provee de orientaciones comunes para una acción colectiva redistributiva.
¿Por qué, entonces, ya casi nadie se considera de clase obrera o de clase alta? Porque es mucho más árida la literatura crítica que cualquiera de las versiones de la epopeya liberal que consumimos con una sonrisa. Ya se sabe: que cada individuo depende de sí mismo. Y esto vale para un partido de tenis, para una enfermedad o para la prosperidad social.
Sergio Pérez González, Profesor de Derecho Penal, Universidad de La Rioja
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.