El ritual en la caverna
Durante gran parte del siglo XX, ir al cine fue la forma de entretenimiento más popular. Los que recordamos esa época dorada echamos de menos el ritual de tomar asiento cuando las luces se apagaban. Se escuchaban algunas toses, el arrastrar de los pies de quienes llegaban tarde, algunos encendían sus cigarrillos y luego se producía un silencio expectante mientras las majestuosas cortinas de terciopelo rojo se abrían lentamente para revelar una gran pantalla reluciente. Acompañado por mi madre –una cinéfila que podía recitar escenas enteras de sus películas favoritas– para mí, de niño, era como entrar en un sueño.
Tal era mi amor por el cine que durante un tiempo consideré seguir una carrera en el séptimo arte. Quizá por eso siempre me ha llamado la atención el paralelismo entre sentarse en una sala de cine a oscuras y la alegoría de la caverna de Platón. Después de todo, ¿qué son las películas sino historias incompletas proyectadas en una pantalla?
Como en la caverna platónica, las figuras que vemos son, esencialmente, sombras creadas por una luz parpadeante. Y, como todos hemos experimentado alguna vez al salir del cine, volver al mundo real puede ser una decepción y preferiríamos la versión de la vida que se ha contemplado a oscuras.
Un vaquero al atardecer
Como profesor, a menudo me he servido del cine en mis clases, particularmente en relación con el marketing. Los más veteranos recordamos al hombre Marlboro de cuando los cigarrillos todavía se anunciaban en las salas de cine. La genialidad de la campaña, creada en la década de 1950 por Leo Burnett, radicaba en asociar el tabaco con la vida al aire libre de los vaqueros que conducían sus rebaños por las praderas norteamericanas y que, terminado el trabajo del día, se reunían alrededor de una fogata para tomar café y fumar un cigarrillo. No había diálogo ni mensaje: las imágenes eran suficientes.
Ese anuncio es una suerte de caverna de Platón. Milenios después, el desafío para los anunciantes de hoy es crear la mejor versión de un producto o servicio, encontrar formas de hipnotizar a sus clientes con imágenes proyectadas en la pared de la cueva, idealmente sin mensaje.
Los cines, a diferencia de la cueva, tienen un valor terapéutico, ofrecen una forma de escapar o aliviar los problemas del día a día. Como señala el crítico norteamericano David Thomson:
“En las películas, así como en la vida, el deseo depende de las cosas que no podemos tener del todo. La satisfacción puede matar el deseo, al igual que el deseo puede hacer olvidar el statu quo”.
Aprender en la oscuridad
Con el debido respeto a Platón, se pueden aprender muchas cosas de las películas. Por ejemplo, yo he encontrado inspiración personal y profesional en los personajes y situaciones de mis películas favoritas. Me han llamado la atención los gestos o el estilo de las personas que encontramos más elegantes, más valientes, más atractivas o inteligentes. Aprendí a bailar mejor contemplando a Robert Redford con Meryl Streep en Memorias de África, y viendo a Mia Farrow en El gran Gatsby.
Como aficionado al cine clásico, animo a mis alumnos a aprender lecciones de la determinación de Scarlett O'Hara y Rhett Butler en Lo que el viento se llevó, del compromiso de Katie en Tal como éramos, o de la humanidad de Audrey Hepburn y George Peppard en Desayuno con diamantes.
Y si no han visto el plano inicial de Muerte en Venecia (1971), cuando entra el vaporetto por el Gran Canal mientras se escucha el Adagietto de la Quinta Sinfonía de Mahler, les recomiendo que busquen una copia de la película para que vean cuál es la mejor forma de llegar a la Serenísima.
Las películas épicas nos infunden coraje. Las películas históricas arrojan luz sobre el pasado, las leyendas o los mitos. Las comedias nos levantan el ánimo. Los dramas nos acercan a otras personas. Todas las variedades y temáticas del cine nos permiten desarrollar nuestra faceta humana, especialmente las historias que nos abren la mente a nuevos entornos.
Una de comedia
Cuando todo lo demás falla, las películas pueden ayudarnos a sonreír y olvidar nuestros problemas. Reír mientras vemos una comedia puede darnos una mejor idea de nosotros mismos y proporcionarnos recursos para mantener el ánimo.
Uno de los dos clásicos del cine que nunca dejan de animarme es Una noche en la ópera, de los hermanos Marx. Una de sus escenas más recordadas sucede en el estrecho camarote del barco, cuando Groucho está ordenando el desayuno y Chico agrega a cada pedido “y dos huevos duros”, secundado por Harpo con un bocinazo y finalmente confirmado por Groucho. Así, hasta la saciedad. A menudo, cuando alguien está recitando una larga lista de demandas, me siento tentado de decirle: “y dos huevos duros…”.
Escape, terapia y aprendizaje
En conclusión, las películas pueden proporcionar unas horas de escape a las dificultades de la vida cotidiana y su efecto terapéutico es benigno, a menos que, como el personaje de Woody Allen en La rosa púrpura de El Cairo decidamos que seríamos más felices al otro lado de la pantalla.
Pero por mucho que durante unas horas nos dejemos llevar por las enseñaciones en las que nos sumerge una gran película, sabemos que la felicidad y la realización solo se pueden alcanzar en el mundo real.
Algunos piensan que ver películas es una actividad pasiva, que no requiere de nosotros nada más que sentarnos en silencio y absorber imágenes y escuchar diálogos. Respondería que, con el espíritu adecuado, puede ser un verdadero proceso de aprendizaje.
Una recomendación: para interiorizar este aprendizaje, comente lo que ha aprendido o la esencia de una película con su familia, amigos o compañeros de trabajo.
Una versión de este artículo se publicó en LinkedIn.
Santiago Iñiguez de Onzoño, Presidente IE University, IE University
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.