España, como el resto de economías europeas, asumió el mismo objetivo, pero, pese a ello, la tendencia no ha hecho sino evidenciar un descenso paulatino de peso específico. Nuestra industria dejó de aportar el 20% del PIB en 1997 y, desde entonces, su contribución se ha degradado para fluctuar entre el 14 y el 16% en la última década y apenas el 12% si consideramos exclusivamente la industria manufacturera.
A pesar del retroceso experimentado, la industria española continúa proporcionando el motor más sólido y resiliente de nuestra economía, como lo atestiguan sus efectos indirectos e inducidos. Así, pese a suponer hoy el 15,3% del PIB, genera prácticamente el 40% de la riqueza nacional, y sus 2,1 millones de empleos directos se elevan a 7 millones -el 35% de la población ocupada- al considerar la demanda laboral completa de su actividad. Es también responsable del 90% de las exportaciones, que alcanzaron un valor de 350.000 millones € en 2022 y se constituye como el mayor inversor privado en I+D+i.
El futuro industrial de España se enfrenta a múltiples retos. Su competitividad se encuentra lastrada por unos desproporcionados costes energéticos, una intensa y cambiante sobrerregulación plagada de solapamientos y lentos procedimientos burocráticos, la ausencia de neutralidad tecnológica, una elevada presión fiscal y una nueva realidad geopolítica que amenaza, no solo la cadena de suministro y la autonomía estratégica, sino también el acceso a mercados exteriores.
En este complejo contexto, los diferentes sectores de nuestro tejido productivo están desarrollando ambiciosas hojas de ruta y tecnologías avanzadas para impulsar un crecimiento verde y sostenible que nos permita, en el menor tiempo posible, alcanzar la neutralidad climática y la plena circularidad, compromiso que exige un incremento constante de una inversión cuya financiación deben asumir las propias empresas en base a la mejora de su posición competitiva en los mercados.
A lo largo de la pasada legislatura, la Alianza ha trasladado al Gobierno y a los diferentes poderes públicos sus propuestas, tanto respecto a proyectos legislativos concretos como sobre iniciativas propias para impulsar la competitividad, pero independientemente de la toma en consideración de las mismas, de forma recurrente, se visualiza un problema de gobernanza que acaba por desfigurar la eficacia de la política industrial en su conjunto.
La negativa de los sucesivos ejecutivos a elevar la secretaría general de industria a secretaría de estado es un termómetro evidente -pero solo la punta del iceberg- del nivel de prioridad que los gobiernos otorgan al desarrollo competitivo de su tejido productivo. La capacidad de coordinación e influencia de la actual secretaría general respecto a otros departamentos del Gobierno es insuficiente para impulsar adecuada y eficazmente la Política Industrial.
Resulta paradójico que, una política de evidente carácter estratégico para nuestro país -recordemos que es una de las prioridades asumidas desde el inicio de la presidencia española del Consejo de la Unión Europea-, no otorgue rango de Secretaría de Estado al departamento responsable de su ejecución. Dicha consideración, aparte de reforzar la institucionalidad y dotar al departamento de mayor capacidad de coordinación e influencia, permitiría al titular, por ejemplo, participar en la Comisión General de Secretarios de Estado y Subsecretarios, encargada del análisis y preparación de los asuntos que se someten a deliberación en el Consejo de Ministros.
Es solo una muestra, pero sumamente significativa. En realidad, el desarrollo eficaz de una política industrial precisa tanto de un nuevo órgano de coordinación, como de un órgano con plena capacidad de ejecución.
En el primer caso, nuestra propuesta parte de constituir la Comisión Delegada del Gobierno para la Política industrial, un órgano con capacidad para coordinar la actuación de los diferentes departamentos ministeriales con competencias en ámbitos que afectan a la industria. Porque el futuro de la industria está vinculado a las políticas energéticas y medioambientales, al desarrollo de infraestructuras logísticas y de transporte, a la disponibilidad de materias primas minerales, a los programas de innovación, desarrollo tecnológico y digitalización, o al desarrollo de cualificaciones profesionales y de la formación para el empleo. Indudablemente, este órgano permitiría desarrollar una política industrial efectiva y verdaderamente coordinada, así como diseñar adecuadamente la autonomía estratégica que nuestro país necesita.
Y, en segundo lugar, la ejecución de la política industrial precisaría de una Agencia Estatal, dotada de capacidad operativa y de recursos económicos y humanos suficientes, que actuara de forma coordinada con las diferentes comunidades autónomas. La Agencia, entre otras funciones, podría gestionar los incentivos a la inversión, agilizar mediante procedimientos de ventanilla única proyectos estratégicos industriales, facilitar el desarrollo de proyectos de innovación que respondieran a las necesidades de las empresas, e instituir observatorios de competitividad internacional y de vigilancia normativa, capaces de detectar los diferenciales competitivos alcanzados por terceros países y proponer medidas similares en nuestro país.
Por último, el actual Foro de Alto Nivel de la Industria Española, creado con el objetivo de que las organizaciones empresariales y sindicales asesoraran al Ministerio de Industria en materias de su competencia, debe evolucionar e instituirse como Consejo Asesor de Política Industrial, en el que, manteniendo la estructura de su composición, deberían incorporarse atribuciones efectivas para intervenir más eficazmente en el diseño de la estrategia industrial y de los instrumentos de ejecución de la política industrial. Asimismo, el Consejo debería recuperar los observatorios sectoriales -con la participación de sus respectivos agentes sociales- los cuales elevarían propuestas y medidas específicas para impulsar el desarrollo competitivo y sostenible de aquellas actividades industriales consideradas estratégicas o esenciales desde un punto de vista económico, social, sanitario o de seguridad.
En definitiva, la política industrial española necesita una nueva gobernanza que permita la completa coordinación del Gobierno para adoptar las medidas necesarias que impulsen de forma efectiva la competitividad y el crecimiento verde del tejido productivo español. A cambio, dispondremos de una economía más sólida, avanzada y sostenible, preparada para hacer frente a los retos del futuro y a las tensiones geoestratégicas, y capaz de generar empleo de mayor calidad.
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