¿Se puede evitar caer en la falacia naturalista?

(Santiago Iñiguez de Onzoño, IE University) El comienzo de la célebre novela Orgullo y Prejuicio, de la escritora británica Jane Austen, es difícil de olvidar: “Es una verdad universalmente reconocida por todo el mundo que un soltero dueño de una gran fortuna siente, un día u otro, la necesidad de una esposa”.

 

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Me pregunto si Austen habrá leído Tratado de la naturaleza humana, la obra clásica de su contemporáneo David Hume, publicada tan solo dos años después de su nacimiento. La obra del filósofo escocés no tuvo la recepción ni el impacto deseados, según él mismo cuenta en su breve autobiografía, de forma que lo reescribió, en un estilo más asequible, en Investigación sobre el conocimiento humano. Una de las ideas de su Investigación que más influencia ha tenido en pensadores posteriores se contiene en el siguiente párrafo:

“En todos los tratados de moralidad con los que me he encontrado hasta ahora, siempre he observado que el autor procede durante algún tiempo de la manera ordinaria de razonar y establece la existencia de un Dios, o hace observaciones acerca de los asuntos humanos, cuando de repente me sorprende descubrir que, en lugar de las conexiones habituales entre las proposiciones, es y no es, no me encuentro con ninguna proposición que no esté conectada con un deber o un no deber. Este cambio es imperceptible: pero es, sin embargo, de última consecuencia. Porque como este debe, o no debe, expresa alguna nueva relación o afirmación”.

La crítica expuesta por Hume se conoce como falacia naturalista y pone en evidencia que no se pueden inferir normas o juicios prescriptivos sobre lo que se debe hacer a partir de la observación de hechos o proposiciones fácticas. Volviendo al comienzo de Orgullo y Prejuicio, del hecho de que en la época de Austen la mayoría de las personas se casaran al llegar a la mayoría de edad, especialmente si contaban con recursos suficientes, no se puede derivar la obligación moral de que deban hacerlo.

Afortunadamente, en beneficio de la libertad de opción de todos, las circunstancias han evolucionado desde aquella época. Las expectativas de vida han aumentado, la edad y las alternativas para concebir hijos se han ampliado y diversificado, y la idea de lo que es la buena vida no es única ni impuesta, al menos en las sociedades democráticas avanzadas.

El concepto moderno de familia es múltiple y se pueden engendrar o adoptar hijos fuera del marco del matrimonio tradicional. Es por eso que la frase Austen es especialmente chocante en nuestros días. Cabe pensar si la escritora no quiso hacer un guiño irónico a las generaciones futuras, una crítica a la sociedad provinciana que refleja en su narrativa.

Ética y justificación moral

La lectura del pasaje de Hume y el entendimiento del alcance de la falacia naturalista fue uno de mis momentos eureka durante mi periodo estudiantil en Oxford, mi particular despertar de una suerte de sueño dogmático. Obviamente, las proposiciones fácticas, los juicios acerca de lo que sucede en nuestro entorno, no pueden constituirse en una justificación moral o normativa para actuar.

Utilizaré un ejemplo para ilustrarlo. Imagine que dirige una empresa que se plantea invertir en un país en el que la corrupción es rampante y que sus asesores le han explicado que la única forma de firmar contratos allí es mediante el pago de sobornos a todos sus interlocutores, incluidos los miembros del gobierno que contacte. El hecho de que exista esta decadencia general, ¿se convierte en una razón moral para actuar de acuerdo con ese comportamiento común? El argumento se podría encapsular en la expresión: “si todos los hacen es algo inevitable y, por lo tanto, no es censurable”.

Parece claro que un proceder inmoral extendido no es justificación moral suficiente para actuar de la misma forma. En ocasiones, cuando debato con estudiantes sobre este tipo de situaciones, les manifiesto mi comprensión por las circunstancias complejas en las que se suelen desenvolver sus empresas cuando operan en países con niveles de corrupción altos, especialmente en sectores más proclives a este fenómeno como el de la construcción o las infraestructuras.

Sin embargo, aunque pudiera considerarse una circunstancia atenuante, funcionar de acuerdo con ese patrón perverso seguiría siendo reprochable por dos razones:

  1. Porque posiblemente la legislación en esos países condena esas prácticas, y por tanto existe un riesgo real de sanción –argumento de carácter prudencial–, aunque sean normas que no se cumplen.

  2. Porque, además, ese tipo de conductas serían rechazadas por analistas y observadores externos, como hace la mayoría de mis estudiantes que las rechaza cuando las analizamos en clase.

¿Rojo o verde?

Pondré otro ejemplo para ilustrar el acierto de la falacia naturalista, esta vez tomado del filósofo del derecho Carlos Santiago Nino.

Imaginemos que unos buzos encuentran en el fondo de una profunda sima oceánica una piedra y la entregan a un equipo de académicos –geólogos, filósofos, químicos y físicos– para que la analicen. Estos expertos descubren que la piedra tiene propiedades prodigiosas: cuando se comete un acto inmoral cerca de ella se torna de color rojo. Si se pega a una persona o se profiere un insulto degradante la roca enrojece. Si se realiza una buena acción (compartir recursos con los más necesitados, cuidar de personas mayores), la piedra vira a verde.

Si usted asistiera a este experimento, ¿cuál sería su conclusión? Lo normal sería pensar que la piedra es una especie de criterio de moralidad, una prueba diagnóstica que permite saber cuándo un acto es moralmente loable y cuando es inmoral y reprobable.

Imagine que la piedra se pudiera partir en trocitos, y todos pudiéramos llevar uno en el bolsillo, para saber cómo actuar cuando nos enfrentamos a un dilema moral, especialmente aquellos en los que la solución no parece tan evidente. Incluso que la piedra mudara de color no solo por la comisión de actos, sino con el enunciado de lo que pensamos hacer, de forma que se convirtiera en un genuino oráculo moral.

Piense, por ejemplo, en una difícil coyuntura por la que pasa su empresa, en la que tiene que decidir si prescindir de los trabajadores menos eficientes, pagándoles la indemnización correspondiente, o cerrar el negocio por exceso de costes. ¿Utilizaría la piedra como guía para discernir cómo proceder?

Cabe pensar que habría situaciones complejas, como sucede con tantas disyuntivas morales, en las que se sopesa entre dos bienes, o dos males, y hay que decidir, aunque se produzcan consecuencias indeseables. En estos casos, es plausible imaginar que el diagnóstico de la piedra podría ser controvertido, como también son criticadas, en ocasiones, las sentencias de los tribunales supremos o las recomendaciones de los equipos de notables.

Diálogo platónico

La historia de esta fantástica piedra recuerda el planteamiento de Platón en su diálogo Eutifrón:

“Lo bueno, ¿es querido por los dioses porque es bueno, o es bueno porque es querido por los dioses?”.

El filósofo alemán Gottfried Leibniz exponía un interrogante análogo:

“En general, se acepta que todo lo que Dios quiera es bueno y justo. Pero queda la pregunta de si es bueno y justo solo porque Dios lo quiere o si Dios lo quiere porque es bueno y justo; en otras palabras, si la justicia y la bondad son arbitrarias o si pertenecen a las verdades necesarias y eternas sobre la naturaleza de las cosas”.

Realmente, nuestras ideas acerca de lo que es bueno y lo que es malo son previas al color que adopta nuestra piedra fantástica. Algunos analistas del dilema presentado en Eutifrón explican que, conceptualmente, cabría pensar en una deidad malintencionada. En este caso, el argumento de que algo es bueno porque lo quiere la divinidad no sería consistente. La mitología griega es profusa es episodios donde los dioses del Olimpo, incluido Zeus, se comportan incluso peor que los humanos, por lo que la posibilidad es imaginable.

Volviendo a la falacia naturalista, Hume explicaría que inferir cualquier juicio normativo de la coloración de nuestra sorprendente piedra –que algo es bueno porque se vuelve verde o malo porque cambia a rojo– sería una transgresión lógica injustificada y añadiría que asignamos ese significado a los colores porque los asociamos con nuestras intuiciones, pero que no podemos deducir que siempre será así. De hecho, como antes veíamos, cabría imaginar situaciones en las que se discutiría la recomendación de la piedra.

Argumentar y razonar

La falacia naturalista ha sido una de las críticas más efectivas a los defensores del derecho natural, que sostienen que existen normas o principios inherentes a la naturaleza humana que hay que cumplir. Por ejemplo, el precepto propuesto por Austen al comienzo de su novela.

Como insiste Hume, no se pueden derivar normas o mandatos de la observación de hechos. No estamos en el terreno de las ciencias naturales, donde existen certezas como que a nivel del mar el agua hierve a 100⁰C, sino en el de las ciencias sociales y del comportamiento humano, donde muchas cuestiones requieren de justificación y argumentación.

A algunos les gustaría contar con la extraordinaria piedra marina, una especie de oráculo de moralidad (¿sería ChatGPTun remedio?), sobre todo para excusar sus decisiones difíciles. Pero lo cierto es que la idea no funciona:

  1. Porque las decisiones que se toman ante dilemas morales presuponen la autonomía del agente. De lo contrario, no se podría alabar o reprochar la decisión tomada.

  2. Porque muchas decisiones que no son tan evidentes, los genuinos dilemas morales, requieren de argumentación, del uso de razones que intenten convencer a la mayoría de la gente.

Estamos en el terreno del constructivismo moral, la idea de que no hay verdades palmarias para ser aplicadas de forma automática, sino que –como explicaba Immanuel Kant– hace falta discernir, inferir, razonar e intentar hacer que la decisión que adoptemos fuera la que otra persona bienintencionada hubiera tomado en nuestra situación.

El mejor test para justificar nuestras decisiones será sacarlas a la arena pública.

La existencia de disruptores, de personas que actúan a contracorriente, de emprendedores e innovadores, son una buena prueba en defensa de la falacia naturalista propuesta por Hume, porque no siguen los dictados de la mayoría.

La propia vida de Jane Austen es una buena referencia. Contrariamente a la máxima que abre su célebre novela, no llegó a casarse ni tener hijos.


Una versión de este artículo se publicó en LinkedIn.

Santiago Iñiguez de Onzoño, Presidente IE University, IE University

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.

The Conversation

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