Afortunadamente, esta visión está en crisis (aunque las resistencias para cambiarla a nivel político y académico son enormes). En el debate político, casi todo se justifica en nombre del crecimiento económico y, en las facultades de Economía, se instruye aún a los alumnos en una ideología según la cual el crecimiento económico es el principal objetivo de las políticas económicas.
Es crecimiento, pero antieconómico
Las críticas teóricas y empíricas son tantas, tan antiguas y procedentes de tantos frentes que lo sorprendente es que la identificación entre crecimiento y prosperidad social sea tan persistente.
Herman Daly, uno de los principales referentes de la economía ecológica, acuñó un término provocador, crecimiento antieconómico (uneconomic growth), para referirse al hecho de que el crecimiento del PIB, que es lo que los economistas entienden por crecimiento económico, podía causar más costes adicionales que beneficios adicionales.
El PIB no es más que “la suma de los valores añadidos generados durante un periodo de tiempo en un determinado territorio”, lo que coincide, por definición, con la suma de los ingresos monetarios derivados de las diferentes actividades económicas.
Todo aquello que no comporta remuneración monetaria queda fuera de la contabilidad ya que no se considera actividad económica. Así, mujeres que trabajan día y noche cuidando a otras personas en el ámbito familiar son consideradas como no activas económicamente.
Una consecuencia de esto es que, cuando en un país las actividades realizadas en el ámbito familiar o comunitario sin relación con el dinero se mercantilizan o se asumen por el Gobierno pagando el trabajo requerido, el PIB crece, pero no porque haya más servicios sino porque ha cambiado el ámbito (del privado al público) en que se realizan.
Crecimiento económico, desigualdad social
El PIB no nos dice si se están produciendo más armas o gastando más dinero en publicidad o si se producen más alimentos o servicios educativos. Como otra cara de la moneda, tampoco nos dice nada sobre cómo se distribuyen los ingresos o rentas generados. Así, no es sorprendente que uno encuentre grandes contrastes entre indicadores sociales e indicadores económicos.
En un estudio de los epidemiólogos Richard Wilkinson y Kate Pickett publicado originalmente en 2009 y traducido al español con el título Desigualdades. Un análisis de la (in)felicidad colectiva, se comparaban los resultados de diferentes indicadores sociales y de salud de distintos países ricos y de distintos estados de EE UU concluyendo que el PIB per cápita no explicaba en absoluto las diferencias. En cambio, el nivel de desigualdad sí se correlacionaba claramente con los resultados de los indicadores estudiados: sociedades más desiguales presentaban peores resultados sociales.
PIB versus medioambiente
Algunas de las críticas más importantes a los indicadores macroeconómicos habituales vienen de la economía ecológica, que destaca sobre todo tres aspectos:
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Los indicadores económicos habituales (como el PIB pero también el Producto Interior Neto, que tiene en cuenta el desgaste o amortización del capital fabricado) no dicen nada sobre qué está pasando con los recursos naturales y, por tanto, si las actividades son más o menos sostenibles a lo largo del tiempo. La pérdida irreversible de recursos no renovables (como en el caso de los combustibles fósiles y también de recursos materiales como el cobre o el litio que se pueden reciclar solo parcialmente) no se tiene en cuenta y se habla, por ejemplo, de producción de petróleo puesto que producir equivale a generar ingresos. Otro ejemplo: se habla de producción pesquera y se contabiliza por el valor económico de las capturas, se trate de una extracción sostenible (que permite la reproducción de las especies) o insostenible, al superar la capacidad máxima de reproducción.
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Los indicadores no nos informan de los daños ambientales que van asociados a determinadas actividades de producción y consumo que se externalizan sobre el conjunto de la sociedad (y muchas veces también sobre otras sociedades y sobre las generaciones futuras). Los males generados por muchas actividades bien podrían ser considerados mayores a los bienes producidos, sobre todo en sociedades opulentas en las que más y más consumo no parece resultar en más y más felicidad.
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Se da la paradoja de que los problemas y riesgos ambientales generan muchos gastos monetarios (llamados defensivos o compensatorios) para intentar hacerles frente y, en las cuentas, aparece no en el pasivo sino en el activo, haciendo crecer el PIB cuando estos gastos son asumidos por los ciudadanos o por los gobiernos.
Los ejemplos podrían multiplicarse. Los gastos sanitarios derivados de las mayores enfermedades provocadas por la contaminación, los costes municipales de gestionar más y más residuos o los recursos públicos dedicados a restaurar una zona contaminada… todo ello redundará en un mayor PIB. O un ejemplo de otro ámbito: si en las sociedades hay más delincuencia, se multiplicarán los gastos públicos y privados en seguridad engrosando –como cualquier otro gasto monetario– el PIB.
Medir no solo el crecimiento económico
Ha habido muchas propuestas para corregir el PIB, para que sea un mejor indicador y, en particular, para que tenga en cuenta los aspectos ambientales. Ya en 1989 se recogieron en un libro (Environmental Accounting for Sustainable Development) algunas de las ponencias sobre el tema de un simposio organizado por el Banco Mundial y el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente. Interesante debate que contribuyó a profundizar sobre el tema pero, desde entonces, la corrección de las cuentas nacionales prácticamente no ha avanzado y no es extraño. La vara de medir del dinero no es adecuada para captar los problemas ambientales. ¿Cómo contabilizar los daños esperados del cambio climático en, por ejemplo, vidas humanas o migraciones forzadas? ¿Cómo valorar en dinero la pérdida de la biodiversidad?
Hay que dejar al PIB como lo que es, una contabilización de valores añadidos, y abolir su uso como indicador de éxito económico. Si queremos valorar si las cosas van bien o mal guiémonos por un conjunto de indicadores sociales y ambientales y no soñemos con encontrar un nuevo indicador monetario agregado para guiar y valorar la política económica.
Jordi Roca Jusmet, Catedrático de Economía, Universitat de Barcelona
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.